Por Pedro Caballero

No es la globalización, que ya la tenemos muy manida y que es la definición de la intercomunicación global y la interdependencia entre países y continentes. Sería más bien una consecuencia de ésta. Es la nueva era histórica en el devenir del ser humano en el planeta. El epílogo del antropoceno. Consiste en que todo tienda a ser igual en cualquier rincón del mundo. El homogenoceno se plasma en que un miembro de la generación Z va a vestir exactamente igual en Osaka, en Almansa o en México D.F. Todo es igual. Cambian los acentos, los rasgos, las tallas y los paisajes de fondo, pero el hecho cultural va siendo cada vez más similar… más homogéneo.

Hace dos semanas, en un pueblecito pescador de Senegal en el que no hay ni médico, un chaval agarró mi iPhone y, en cuatro tecleos, me compartió datos desde su iPhone para que yo pudiera conectarme. Qué cosas. ¿Se imaginan cómo hacer allí hace 30 años para que llegara aquí un “he llegado bien”?

A todo esto le daba yo vueltas, hasta que dejó de llegar sangre a mi cabeza, mientras pedaleaba para ir a casa a comer por un carril bici de Murcia (que podría ser danés) a las tres de la tarde de un soleado y alto en humedad día de junio. Llegado a ese punto, se fueron las elucubraciones de mi mente y en la parte alta de mi pirámide de Maslow se situó la idea de sobrevivir. Alguien, muchos, han llegado al consenso de que el modo de ir al trabajo debe ser igual en Murcia que en Copenhague. Así, sin tener en cuenta ni una variable. Mientras escribo estas líneas y, para armarme de ridículas pero inapelables razones, tiro de mi iPhone (ese que es igual al del chaval de Senegal) y compruebo que aquí la temperatura es de 32 grados y en la capital danesa es de 17. Qué idílico. Quién estuviera ahora pedaleando a 17 grados para ir del trabajo a casa.

En el homogenoceno hay una pérdida progresiva de las culturas locales en favor de la homogénea innegable, pero creo que tiene más cosas buenas que malas. Si el ser humano se encamina, es porque le llegan más ventajas. Y no lo digo porque sea más fácil encontrar sushi que michirones, sino por las cosas serias. Que se pueda diagnosticar y tratar un adenocarcinoma igual aquí que en la India es un aporte innegable que disminuye el sufrimiento de muchos.

El otro día, con un caldero del Mar Menor que vino tras un tataki de atún, maridado con un vino francés (toma globalización), debatíamos sobre cómo entenderían en Manhattan los detalles de El dolor de los demás (Anagrama, 2018), la novela negra huertana de Miguel Ángel Hernández, que hacia allá se está expandiendo. Supongo que igual que (creemos que) entendemos los detalles de la América profunda en A sangre fría de Capote.

Sostenía Yayo que el crimen, o romper con el pasado y la escapada a la ciudad, son patrones universales y repetibles en cualquier lugar, por tanto, entendibles. Yo le concedía que sí, pero que aquellas conversaciones de aquellos personajes en el mesón El Yeguas

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